Cuando el Museo de la Solidaridad fue fundado en 1972, su intención era clara: construir un acervo artístico con obras donadas por artistas de todo el mundo en apoyo al proyecto del gobierno de la Unidad Popular. En un gesto político y cultural, artistas como Joan Miró, Roberto Matta y Lygia Clark ofrecieron su obra como símbolo de fraternidad internacional.
Por eso resulta tan contradictoria la noticia de que 93 obras donadas por el Museo Afro Brasil, a la Fundación Salvador Allende, terminaron siendo usadas como moneda de cambio para saldar una deuda inmobiliaria con el Serviu. Más allá de lo legal, lo que está en juego es el valor simbólico de esas piezas.
Porque si fueron entregadas como un gesto solidario entre artistas de distintos países, ¿no se traiciona esa intención al usarlas como forma de pago? El arte, que alguna vez fue resistencia, se convierte así en bien raíz. De vehículo para la memoria pasan a ser un activo negociable…
Repasemos la historia: esta valiosa colección de artistas brasileños fue donada en 2010, a través de una gestión realizada por su entonces director Emanoel Araújo, a la Fundación Salvador Allende (FSA). Las piezas fueron exhibidas en el Museo de la Solidaridad Salvador Allende (MSSA) ese mismo año, en la muestra “Estéticas, sueños y utopías”. Sin embargo, la historia de esas obras tomó un giro inesperado cuando, en 2016, la fundación decidió entregarlas al Serviu Metropolitano como forma de pago por una deuda millonaria por la compra del Palacio Heiremans, inmueble donde hoy operan tanto la fundación como el museo.
El acuerdo estipulaba que las obras serían traspasadas formalmente al Estado y exhibidas en la Casa de la Cultura Anahuac (Recoleta), dependiente del Ministerio de Vivienda. Pero las piezas jamás abandonaron la sede de la fundación, y la operación actualmente es cuestionada por su eventual ilegalidad.
En tanto, el MSSA –ahora administrado por una fundación distinta, llamada Arte y Solidaridad– se distanció del caso a través de un comunicado, donde aclaran que las piezas usadas en la transacción no forman ni formaron parte de su colección, y reafirman su compromiso con la comunidad artística internacional que ha depositado su confianza en ellos.
Este episodio revela una fisura que trasciende lo administrativo: ¿cuál es la responsabilidad de una institución que recibe obras en donación? ¿Puede desviar su uso según convenga o esto traiciona su misión fundacional? Más allá de los vicios formales, lo que aquí se cuestiona es el desdibujamiento del sentido original de esta iniciativa de solidaridad internacional.
Hoy, lo verdaderamente importante es que esas obras puedan cumplir el propósito con que fueron entregadas y recuperar la fuerza de su sentido original: ser parte de un acervo público y accesible, como memoria compartida y como gesto de solidaridad entre pueblos.