Por fin viene a Chile uno de los artistas que te encantan. La fecha para la venta de entradas se anunció hace pocos días y quedó en tu calendario. El día es hoy. Despejaste la mañana para esta misión y estás con la página abierta en todos tus dispositivos. Quizás, incluso, le pediste apoyo a un par de amigos, que también están en vilo. La hora llega. A pesar de que te preparaste, tu número en la fila virtual supera los cinco dígitos. Perseveras, y durante algunos minutos u horas, no puedes despegarte de la pantalla, porque si pestañeas y superas el tiempo de compra, tu turno le tocará a otro.
Si intentaste conseguir entradas para el concierto de Bad Bunny “DeBÍ TiRAR MáS FOToS World Tour” en Chile, probablemente esta historia te resulte conocida. El puertorriqueño agotó, en menos de 24 horas, las entradas para tres conciertos en el Estadio Nacional. Un éxito de ventas, sí, pero lejos de ser una excepción. Hace pocas semanas, Dua Lipa agotó en una hora los tickets para su gira «Radical Optimism». Lo mismo ocurrió con Karol G, Shakira y tantos otros nombres.
La experiencia se repite a nivel global. Y frente a la ansiedad que provoca este proceso, una pregunta se vuelve inevitable: ¿la experiencia merece el estrés y el precio? ¿Por qué algo que supuestamente nos permite salir del agobio cotidiano se ha vuelto una fuente más de angustia?
Hoy, comprar una entrada parece más bien una carrera atravesada por la lógica del FOMO (fear of missing out, o el miedo a quedar fuera). No se trata solo de ir a un concierto, sino de estar donde todos están, de formar parte del momento y de la narrativa colectiva. Pero esa promesa de que «la música nos une» se ve ensombrecida por un sistema que prioriza las ganancias antes que la experiencia de las personas.
Las teorías para explicar este fenómeno son múltiples: el boom de conciertos tras la pandemia, el uso de bots para acaparar tickets, la reventa a precios exagerados y, también, el consumo cultural amplificado por redes sociales. A eso se suma el funcionamiento de las plataformas como Ticketmaster, cuya falta de transparencia ha sido duramente criticada a nivel internacional, como ocurrió con el colapso en la venta de entradas para “The Eras Tour” de Taylor Swift en 2022, que dejó a miles de fans sin tickets y terminó en una audiencia en el Senado de EE.UU por prácticas monopólicas.
Lo cierto es que el proceso para comprar la entrada de un concierto se ha vuelto mucho más estresante y menos accesible durante los últimos años, sobre todo cuando se trata de grandes artistas internacionales. Ahora se trata menos de conectar a los fans con los músicos y más de exprimir cada peso posible. En un sistema donde incluso el tiempo libre está subsumido bajo la lógica del mercado —como advierte Mark Fisher en “Realismo capitalista: ¿No hay alternativa?» (2009)— incluso el ocio se transforma en un trabajo: hay que saber cómo, cuándo y con qué tarjeta comprar.