Ingresar hoy a la Iglesia de la Veracruz es una experiencia que impresiona. Sus muros están cubiertos de hollín y el techo revela sus vigas de madera ennegrecida al desnudo. Las figuras religiosas, el altar iluminado y el mobiliario propio de una iglesia que está en funcionamiento contrastan con la estética de ruina, transformando el templo en un espacio suspendido entre el pasado y el presente. Esa escena despierta una pregunta: ¿cómo debería restaurarse un lugar así? ¿Debe volver a su estado original o conservar sus heridas a la vista?
Este debate se reabrió durante las últimas semanas y está lejos de terminar dado el contexto chileno, donde según datos del Informe sobre Libertad Religiosa 2021, más de 50 templos han sido quemados desde el estallido social de 2019. La Iglesia de la Veracruz, en barrio Lastarria, se ha convertido en un caso emblemático: no siendo completamente restaurada decidió seguir abierta al público, mostrando sin maquillaje las marcas del fuego.
Otras ciudades del mundo han tenido que tomar una postura frente a casos similares. Tras el incendio de la catedral de Notre-Dame de París, por ejemplo, las autoridades francesas optaron por reconstruirla tal como era. En Berlín, en cambio, la Iglesia Memorial Kaiser Wilhelm fue conservada en ruinas tras los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial, como un recordatorio visible del horror vivido.
Para el arquitecto y académico chileno Carlos Maillet, estas decisiones responden a dos enfoques distintos: por un lado, la restauración tradicional, que busca devolver la imagen original del edificio, y por el otro, la restauración crítica, que propone dejar al descubierto las huellas del daño. Sin embargo, en su texto “El nuevo movimiento Iconoclasta (incluso en Chile)”, Maillet advierte que aplicar esta segunda mirada en templos religiosos puede ser problemático. Preservar las ruinas como símbolo puede interpretarse como una forma de violencia simbólica hacia las comunidades de creyentes, atendiendo a los motivos por los cuales se causó el incendio en primer lugar.
Entrar a una iglesia quemada causa impacto, sin duda, y la Iglesia de la Veracruz, además de ser un espacio de oración con una comunidad activa, forma parte hoy de un circuito artístico y turístico en el barrio Lastarria, uno de los enclaves culturales más visitados de Santiago. Su estado actual —marcado por el fuego— ha despertado el interés de quienes buscan experiencias patrimoniales. Este fenómeno se relaciona con lo que se ha definido como dark heritage (o patrimonio oscuro), una tendencia turística que recorre lugares asociados al trauma, el desastre o la violencia, como los campos de concentración en Europa, la Zona Cero en Nueva York o las ruinas de Chernóbil. Desde una mirada crítica, este tipo de turismo puede ser acusado de sensacionalismo o morbo, pero también representa una forma de conexión con la historia.
Cabe señalar que, en las últimas décadas, el arte contemporáneo ha reivindicado la ruina como espacio de significación. Lo inacabado, lo fragmentario y lo dañado se han vuelto formas legítimas de narrar lo que la restauración tradicional tiende a silenciar. Desde esa óptica, el caso de la Iglesia de la Veracruz es simbólicamente potente: ver un templo abierto, que no oculta las cicatrices del incendio, puede ser también una forma de esperanza. No un renacer que borra el pasado, sino uno que resplandece desde las cenizas. Para quienes creen, tal vez incluso se podría asemejar a ese impulso interior que ofrece la fe frente a los momentos de fractura.